viernes, 27 de agosto de 2010

1.3. Psicología y epistemologia

Clases del 19 al 23 de agosto de 2011

La epistemología genética


Jean Piaget

1. Introducción

En un principio las teorías clásicas del conocimiento se hicieron la siguiente pregunta: «¿Cómo es posible el conocimiento?» Pregunta que se fue diferenciando en una pluralidad de problemas relativos a la naturaleza y condiciones previas del conocimiento lógico-matemático, del conocimiento experimental de tipo físico, etc. A pesar de dicha diferenciación, las distintas epistemologías tradicionales comparten el postulado de que el conocimiento es un hecho y no un proceso; coinciden igualmente en que, si bien nuestras diferentes formas de conocimiento, son siempre incompletas y nuestras diferentes ciencias siguen siendo imperfectas, lo que ha sido adquirido lo es de una vez por todas y, por tanto, puede ser estudiado de forma estática. Resultado de lo anterior es el planteamiento absoluto de problemas tales como: «¿qué es el conocimiento»? o «¿cómo son posibles los distintos tipos de conocimiento?»

Las razones de esta actitud, que se sitúa de golpe sub specie aeternitatis, no hay que buscarlas solamente en las doctrinas particulares de los grandes filósofos que fundaron la teoría del conocimiento —en el realismo trascendente de Platón o en la creencia aristotélica en formas inmanentes pero también permanentes; en las ideas innatas de Descartes o en la armonía preestablecida de Leibniz; en las categorías a priori de Kant o en el postulado de Hegel, quien, a pesar de descubrir el devenir y la historia en las producciones sociales de la humanidad, los consideraba reductibles al total carácter deductivo de una dialéctica de los conceptos—. En efecto, hay que tener en cuenta, además, que durante mucho tiempo el pensamiento científico creyó haber conquistado un conjunto de verdades definitivas, aunque incompletas, lo cual permitía preguntarse de una vez para siempre en qué consiste el conocimiento: los matemáticos, aun cuando hayan cambiado de opinión sobre la naturaleza de los «entes» matemáticos, siguieron siendo, hasta hace no mucho tiempo, impermeables a las ideas de revisión y reorganización reflexiva; la lógica fue considerada durante siglos como algo acabado y hubo que esperar a los teoremas de Goedel para obligarla a examinar de nuevo los límites de sus poderes; desde las conquistas newtonianas y hasta principios del presente siglo, la física creyó en el carácter absoluto de un importante número de sus principios; incluso ciencias tan recientes como la sociología o la psicología, si bien no han podido presumir de un saber muy firme, tampoco han vacilado, hasta estos últimos años, a la hora de atribuir a los seres humanos, y por tanto a los sujetos pensantes objeto de su estudio, una «lógica natural» inmutable, como quería Comte (quien a pesar de su ley de los tres estados insistía en que los procedimientos de razonar eran constantes y comunes para todos ellos), o invariables instrumentos de conocimiento. Ahora bien, la influencia convergente de una serie de factores ha hecho que en la actualidad el conocimiento vaya siendo considerado progresivamente más como un proceso que como un estado. La epistemología de los filósofos de las ciencias es en parte la causante de este cambio. Efectivamente: el probabilismo de Cournot y sus estudios comparativos de los distintos tipos de nociones anunciaban ya una revisión al respecto; los trabajos histórico-críticos, al sacar a la luz la oposición existente entre las distintas clases de pensamiento científico, favorecieron notablemente esta evolución y la obra de L. Brunschwicg, por ejemplo, indica un giro importante en la dirección de una doctrina del conocimiento en devenir. Declaraciones del mismo tipo pueden encontrarse en los neokantianos o en Natorp: al proceder «como Kant, se parte de la existencia táctica de la ciencia y se busca su fundamento. Pero ¿cuál es ese hecho, cuando sabemos que la ciencia evoluciona constantemente? La progresión, el método lo es todo... Por consiguiente, el hecho de la ciencia sólo puede entenderse como un "fieri". Todo ser (u objeto) que la ciencia intente fijar debe disolverse de nuevo en la corriente del devenir. En último término, únicamente de este devenir, y de él sólo, podemos decir que "es [un hecho]". Así pues, lo que se puede y se debe investigar es la ley de este proceso». Bien conocido es, por otra parte, el hermoso libro de Th. S. Kuhn sobre las «revoluciones científicas».

De todas formas, si los especialistas en epistemología han podido llegar a hacer declaraciones tan claras, es porque toda la evolución de las ciencias contemporáneas les indicaba ese camino, tanto en los campos deductivos como en los experimentales. Cuando uno compara, por ejemplo, los trabajos de los lógicos actuales con las demostraciones con que se contentaban aquellos a quienes se llama ya «los grandes antepasados», como Whitehead y B. Russell, tiene que sorprenderse forzosamente de las importantes transformaciones sufridas por las nociones, así como del rigor alcanzado por los razonamientos. Los trabajos de los matemáticos de hoy en día, que por «abstracción reflexiva» sacan operaciones nuevas de operaciones ya conocidas o estructuras nuevas de la comparación entre estructuras anteriores, contribuyen a enriquecer las nociones más fundamentales, sin contradecirlas, pero reorganizándolas de forma imprevista. En el campo de la física es cosa suficientemente sabida que todos los viejos principios han cambiado de forma y de contenido, de tal manera que las leyes más sólidamente establecidas han pasado a ser relativas en un cierto nivel y cambian de significado al cambiar de situación en el conjunto del sistema. En el campo de la biología, en el que la exactitud no es tan elevada, pues quedan todavía sin solución inmensos problemas, los cambios de perspectiva son también impresionantes.

Tales cambios van a veces acompañados de crisis y prácticamente en todos los casos obligan a una reorganización reflexiva. Con respecto a lo cual vale la pena recordar que la epistemología del pensamiento científico se ha ido convirtiendo paulatinamente en un asunto propio de los mismos científicos; de este modo los problemas de «fundamentación» se van incorporando al sistema de cada una de las ciencias consideradas. Cosa que ocurre tanto en el campo de la física como en el de las matemáticas o en el de la lógica.

2. Epistemología y Psicología

Esta fundamental transformación del conocimiento-estado en conocimiento-proceso obliga a plantear en términos un tanto nuevos el problema de las relaciones entre la epistemología y el desarrollo e incluso la formación psicológica de las nociones y de las operaciones. En la historia de las epistemologías clásicas sólo las corrientes empiristas recurrieron a la psicología, por razones fáciles de comprender, aunque éstas no expliquen ni la escasa preocupación por la verificación psicológica de las otras escuelas ni la excesivamente sumaria psicología con que se contentó el propio empirismo.

Las razones aludidas están, naturalmente, relacionadas con el hecho de que si se quiere dar cuenta de la totalidad de los conocimientos sólo a partir de la experiencia, para justificar tal tesis no queda más remedio que tratar de analizar lo que es la experiencia, lo cual implica recurrir a percepciones, asociaciones y hábitos, que son procesos psicológicos. Pero como las filosofías empiristas, sensualistas, etcétera, nacieron mucho antes que la psicología experimental, tuvieron que contentarse con unas nociones procedentes del sentido común y con una descripción más bien especulativa. Limitación que impidió ver que la experiencia es siempre asimilación a estructuras y que no permitió dedicarse a un estudio sistemático del ipse intellectus.

En cuanto a las epistemologías platónicas, racionalistas o aprioristas, cada una de ellas creyó encontrar algún fundamental instrumento de conocimiento que fuera ajeno, superior o anterior a la experiencia. Pero, como consecuencia de un olvido que sin duda se explica también por las tendencias especulativas y por el desprecio a la verificación efectiva, estas doctrinas no pasaron de su preocupación por caracterizar las propiedades que atribuían al citado instrumento (la reminiscencia de las ideas, el poder universal de la Razón o el carácter previo y necesario a la vez de las formas a priori) al negarse a verificar si éste se hallaba realmente a disposición del sujeto. Y, sin embargo, quiérase o no, se trata de una cuestión de hechos. En el caso de la reminiscencia platónica o de la Razón universal, esta cuestión es relativamente simple: resulta evidente que antes de conferir tales «facultades» a «todos» los seres humanos normales, convendría examinarlos; y este examen muestra rápidamente las dificultades de la hipótesis. En el caso de las formas a priori, el análisis de los hechos es más delicado, puesto que no basta con examinar la conciencia de los sujetos, sino que hay que ver sus condiciones previas y, por hipótesis, el psicólogo que quisiera estudiarlas las utilizaría como condiciones previas de su investigación. Pero contamos también con la historia en sus múltiples dimensiones (la historia de las ciencias, sociogénesis y psicogénesis) y si la hipótesis es verdadera debe verificarse no en la introspección de los sujetos, sino en el examen de los resultados de su trabajo intelectual. Ahora bien: dicho examen muestra hasta la evidencia que es indispensable disociar lo previo y lo necesario, puesto que, si bien todo conocimiento y principalmente toda experiencia supone condiciones previas, no por ello éstas presentan, sin más, necesidad lógica o intrínseca, y aunque varias formas de conocimiento conducen a la necesidad, esta última se sitúa al final y no en el punto de partida.

Resumiendo: todas las epistemologías, las antiempiristas incluidas, suscitan cuestiones de hecho y adoptan por tanto posiciones psicológicas implícitas, aunque sin verificación efectiva, verificación que se impone en buen método. Ahora bien, si la afirmación que hemos adelantado es válida por lo que respecta a las epistemologías estáticas, también lo es a fortiori por lo que hace a las teorías del conocimiento-proceso. En efecto, si todo conocimiento es siempre un devenir que consiste en pasar de un conocimiento menor a un estado más completo y eficaz, resulta claro que de lo que se trata es de conocer dicho devenir y de analizarlo con la mayor exactitud posible. De todas formas, este devenir no tiene lugar al azar, sino que constituye un desarrollo y, como en ningún campo cognoscitivo existe comienzo absoluto de un desarrollo, éste debe ser examinado desde los llamados estadios de formación; cierto es que al consistir también la formación en un desarrollo a partir de condiciones anteriores (conocidas o desconocidas), aparece el peligro de una regresión sin fin (es decir, de tener que acudir a la biología). Sólo que como el problema que se plantea es el de la ley del proceso y como los estadios finales (vale decir: actualmente finales) son a este respecto tan importantes como los conocidos en primer lugar, el sector de desarrollo considerado puede posibilitar soluciones al menos parciales, a condición de asegurar una colaboración del análisis histórico-crítico con el análisis psicogenético.

Así pues, el primer objetivo que persigue la epistemología genética es, si se me permite la expresión, tomarse en serio a la psicología y proporcionar verificaciones en todas las cuestiones de hecho que necesariamente suscita toda epistemología, sustituyendo la psicología especulativa o implícita con que se contenta en general por análisis controlables (cuya base es, por consiguiente, el modo científico de lo que denominamos control).

Pues bien, vale la pena repetir que si esta obligación tendría que haber sido respetada siempre, actualmente se ha hecho todavía más urgente. En efecto, es algo que llama la atención constatar que las más espectaculares transformaciones de nociones o estructuras en la evolución de las ciencias contemporáneas corresponden, cuando se estudia la psicogénesis de estas mismas nociones o estructuras, a circunstancias o caracteres que dan cuenta de la posibilidad de sus transformaciones ulteriores. Veremos ejemplos de ello a propósito de la revisión de la noción de un tiempo absoluto, ya que desde el comienzo la duración se concibe en relación con la velocidad, o en la evolución de la geometría, ya que desde los estudios iniciales las intuiciones topológicas preceden a toda métrica, etc. Pero antes es conveniente precisar los métodos de la epistemología genética.

3. Los Métodos

La epistemología es la teoría del conocimiento válido, e incluso si el conocimiento no es nunca un estado y constituye siempre un proceso, dicho proceso es esencialmente el tránsito de una validez menor a una validez superior. De aquí resulta que la epistemología es necesariamente de naturaleza interdisciplinaria, puesto que un proceso tal suscita a la vez cuestiones de hecho y de validez. Si se tratara únicamente de la validez, la epistemología se confundiría con la lógica; pero su problema no es puramente formal, sino que apunta a la determinación de cómo el conocimiento alcanza lo real y, por tanto, de cuáles son las relaciones entre el sujeto y el objeto. Si tratara únicamente de hechos, la epistemología se reduciría a una psicología de las funciones cognoscitivas, la cual no sirve para resolver las cuestiones de validez.

La primera regla de la epistemología genética es, pues, una regla de colaboración. Puesto que su objeto es estudiar cómo aumentan los conocimientos, en cada cuestión particular se trata de hacer cooperar a psicólogos que estudien el desarrollo como tal con lógicos que formalicen las etapas o estadios de equilibrio momentáneo de dicho desarrollo y con especialistas de la ciencia conocedores del campo considerado. A la cooperación citada hay que añadir, naturalmente, la de los matemáticos que aseguren el vínculo entre la lógica y el campo en cuestión, y la de los cibernéticos que aseguren el vínculo entre la psicología y la lógica. Es en función —y solamente en función— de esta colaboración como podrán ser respetadas tanto las exigencias de hecho como las de validez.

Pero para comprender el sentido de esta colaboración hay que tener en cuenta la demasiado a menudo olvidada circunstancia de que, si bien la psicología no tiene competencia alguna para prescribir normas de validez, esta ciencia estudia sujetos que en todas las edades (desde la más tierna infancia hasta la edad adulta y en los diversos niveles del pensamiento científico) se dan tales normas. Por ejemplo, un niño de 5 o 6 años ignora todavía la transitividad y se negará a concluir que A

1. ¿Cómo llega el sujeto a darse tales normas? Pregunta que corresponde esencialmente al campo de la psicología, con independencia de toda competencia (que la psicología no tiene) en cuanto a la evaluación del alcance cognoscitivo de dichas normas. Es, por ejemplo, asunto del psicólogo determinar si las normas fueron transmitidas simplemente por el adulto al niño (que no es el caso), si provienen sólo de la experiencia (lo que de hecho no basta en absoluto), si son resultado del lenguaje y de simples construcciones semióticas o simbólicas siendo a la vez sintácticas y semánticas (cosa que es también insuficiente), o si constituyen el producto de una estructuración en parte endógena y que procede por medio de equilibrios y autorregulaciones progresivas (que es lo que corresponde a la verdad).

2. Viene luego el problema de la validez de las normas. Ahora debe ser el lógico quien formalice las estructuras propias de estas sucesivas etapas; las estructuras preoperatorias (sin reversibilidad, transitividad ni conservaciones, pero con identidades cualitativas y funciones orientadas igualmente cualitativas a las que corresponden dos tipos de «categorías» en el sentido de Mac Lane, aunque muy elementales y triviales) o las estructuras operatorias (con características de «grupo» o de «grupoide»). Así pues, es asunto del lógico determinar el valor de dichas normas y los caracteres de progreso epistémico o de regresión que presenten los desarrollos cognoscitivos estudiados por el psicólogo.

3. Queda, finalmente, la cuestión del interés o de la falta de significado de los resultados obtenidos para el campo científico considerado. Siempre recordaré a este respecto el placer experimentado por Einstein en Princeton cuando le conté el dato de la no conservación de la cantidad de líquido en el momento de una transvasación para el caso de niños de 4 a 6 años, así como lo sugestivo que le parecía el carácter tardío de las conservaciones cuantitativas. Y es que, efectivamente, si las nociones más elementales y más evidentes en apariencia suponen una larga y difícil elaboración, se comprende mucho mejor el histórico y sistemático retraso de la constitución de las ciencias experimentales comparadas con las disciplinas puramente lógico-matemáticas.

4. Número y espacio

Una vez esbozadas esas pocas indicaciones, vamos ahora a tratar de dar algunos ejemplos de los resultados obtenidos, empezando por el difícil problema de las reducciones del número a la lógica. Es sabido que Whitehead y Russell intentaron reducir los números enteros ordinales a clases de clases equivalentes por correspondencia biunívoca, mientras que Poincaré estimaba que el número se basa en una intuición irreductible de n+1. Más tarde, los teoremas de Goedel en cierto sentido dieron la razón a Poincaré por lo que respecta a las dificultades del reduccionismo en general, pero psicológicamente la intuición de n+1 no es primitiva y sólo se constituye en forma operatoria (con conservación del número si se modifica el orden de los elementos) hacia los 7 u 8 años y en conexión con la estructuración de las clases y las relaciones asimétricas. Hay que buscar, por tanto, una solución que supere a la vez la reducción de los Principia y la tesis de una entera especificidad del número natural.

En realidad, entre los 4 y los 7 años asistimos a la construcción de tres sistemas de operaciones correlativos. En primer lugar, el niño está ya capacitado para las seriaciones, es decir, para aceptar un encadenamiento transitivo de relaciones de orden: A antes que B, B antes que C, etc. En segundo lugar, construye clasificaciones o «agolpamientos» de clases cuya forma más simple consiste en reunir las clases singulares A y A' en B, luego B y la clase singular B' en C; después, C y C' en D, etc. Admitamos ahora que hace abstracción de las cualidades, es decir, que A, A', B', etc., sean consideradas como equivalentes e indiscernibles en cuanto a sus cualidades (lo que es el caso cuando se trata de fichas o botones, etcétera, muy parecidos entre sí). Entonces se tendría A+A'=B', etc., y, consecuentemente, A+A=A Para evitar esta tautología (o sea, en realidad, olvidar un elemento o contar dos veces el mismo, etc.), no existe más que un medio: distinguir A, A', B', por el orden de su enumeración. Y, efectivamente, este orden los diferencia incluso si se hace abstracción de las cualidades, pues en realidad se trata de un orden vicario o supletorio, es decir, que si se permutan los términos volvemos a encontrar el mismo orden (un primero, un segundo, etc., en tanto que el primero no tiene predecesor, al segundo sólo le precede uno, etc.). El número aparece así como la síntesis de la inclusión de clases y del orden serial, o sea, como una nueva combinación, pero a partir de caracteres puramente lógicos.

En cuanto a la correspondencia biunívoca entre clases, que invocan los Principia, se da en ella algo así como un círculo vicioso, puesto que a este respecto existen dos tipos de operaciones muy distintas: o bien una correspondencia cualificada (un objeto que corresponde a otro de la misma cualidad, como un cuadrado a un cuadrado, un círculo a un círculo, etcétera), o bien una correspondencia cualquiera que hace abstracción de las cualidades. En este último caso el objeto individual se convierte en una unidad aritmética y deja de ser exclusivamente lógico (clase singular cualificada). ¡ Pero hacer dos clases equivalentes por una correspondencia «cualquiera» viene a ser como introducir implícitamente el número en la clase para sacarlo luego explícitamente! Por otra parte, Whitehead y Russell se vieron también obligados a contar con el orden ya que, para evitar la tautología 1 + 1 = 1 y llegar a la iteracción 1 + 1=2 tuvieron que distinguir 0+1 de 1+0. Con la afirmación de que el número es la síntesis de la inclusión y de las relaciones de orden resumimos simplemente, por tanto, lo que cada axiomatización se ve obligada a decir en una u otra forma.

De esto se han podido sacar luego un buen número de consecuencias en cuanto al carácter específico de los razonamientos recurrenciales; razonamientos de los que se encuentran ejemplos notablemente precoces en el niño a un nivel todavía preoperatorio.

En lo referente a los problemas del espacio, hemos tenido ocasión de insistir sobre el carácter esencialmente operatorio de la formación de esta noción, que no se limita en absoluto a la experiencia perceptiva, a pesar de que F. Enriques haya intentado reducir diferentes formas geométricas a categorías sensoriales distintas. La cuestión que aquí se plantea es la de establecer si las operaciones espaciales, en el curso del desarrollo intelectual espontáneo (e independiente de la escuela), se constituyen en conformidad con el orden histórico (métrica euclídea, luego intuición proyectiva y finalmente descubrimiento de los vínculos topológicos), o si siguen un orden de formación más conforme con el orden teórico (intuiciones topológicas en un principio, seguidas luego de constituciones paralelas de un espacio proyectivo y de una métrica que puede tomar la forma euclídea). Pues bien, si se considera aparte el espacio perceptivo y sensomotor (que se constituye desde los primeros meses de la existencia) y el espacio nocional u operatorio, nos encontramos en ambos campos (con un desfase cronológico) la misma ley de evolución: predominio inicial de las relaciones topológicas de vecindad, continuidad, cierre, posición respecto de las fronteras, etc., y solamente más tarde constitución simultánea y correlativa de relaciones euclídeas y proyectivas hasta llegar a una coordinación de los puntos de vista en cuanto a estas últimas y de las referencias métricas (medidas de dos o tres dimensiones y coordenadas naturales) en cuanto a las primeras. Vale la pena señalar, en particular, durante cuánto tiempo las evaluaciones ordinales predominan sobre las consideraciones métricas: de dos cañas rectas cuya igualdad de longitud ha sido verificada por congruencia, aquella que inmediatamente después sea desplazada y rebase un poco a la otra será considerada «más larga» porque llega «más lejos». Y resulta fácil comprobar que en este caso no se trata de un simple equívoco semántico, puesto que no se estiman iguales los dos rebasamientos (el de la caña superior por delante y el de caña inferior por detrás).

5. Tiempo y velocidad

Otro ejemplo de confluencia entre problemas psicogenéticos y la epistemología de las ciencias contemporáneas es el de las relaciones entre el tiempo y la velocidad. En efecto, es cosa sabida que siempre ha existido una especie de círculo vicioso entre esas dos nociones: se define la velocidad por medio del tiempo, pero las duraciones sólo se pueden medir a partir de las velocidades. Hay, pues, un problema en cuanto a la filiación epistemológica de estos dos conceptos. Por otra parte, en la mecánica clásica o newtoniana, el tiempo y el espacio son dos absolutos que corresponden a intuiciones simples (el sensorium Dei de Newton), mientras que la velocidad no es más que una relación entre ellos. En cambio, en la mecánica relativista, la velocidad pasa a ser un absoluto y el tiempo (como el espacio) es relativo a ella. ¿Qué ocurre desde el punto de vista psicogenético?

En realidad, la observación nos muestra que existe una intuición primitiva de la velocidad, independiente de toda duración y que resulta del primado del orden del que acabamos de hablar a propósito del espacio: es la intuición del adelantamiento cinemático. Si un móvil A está detrás de B en un momento T1 y pasa delante del móvil B en un momento T2, se le considera más rápido; y esto ocurre en cualquier edad. Ahora bien, aquí sólo intervienen el orden temporal (T1 antes de T2) y el orden espacial (delante y detrás) sin que entre consideración alguna acerca de las duraciones ni de los espacios recorridos. Por tanto, la velocidad es inicialmente independiente de las duraciones. Al contrario, las duraciones suponen en cualquier edad una componente de velocidad (cuando no se tiene en cuenta la velocidad hay error de estimación de la duración): si los móviles A y B salen juntos del mismo punto y en la misma dirección, los niños pequeños dirán que salen al mismo tiempo, pero que no se paran en el mismo momento, aun reconociendo que cuando uno se para el otro no marcha. Cuando es advertida la simultaneidad de las paradas, negada hasta los 6 años, el sujeto sigue sin creer en la igualdad de estas duraciones sincrónicas, cosa que ocurre hasta los 8 años. Así pues, las simultaneidades y las duraciones se hallan subordinadas a efectos cinemáticos y podríamos poner muchos otros ejemplos de la creencia en la equivalencia «más rápido=más tiempo», tan frecuente antes de los 7 años, y que se explica por una especie de ecuación que reza así: «más rápido= más lejos= más tiempo».

En resumen: la misma génesis de las nociones de velocidad y de tiempo hace suficientemente comprensible el que la intuición de un tiempo universal y absoluto no tenga nada de necesario y el que, como producto de un cierto nivel de elaboración de los conocimientos, haya podido dar paso a análisis fundados en aproximaciones más precisas.

6. El objeto permanente, la identidad y las conservaciones

Otro ejemplo de imprevista coincidencia entre la historia reciente de las ciencias y la psicogénesis nos lo proporciona la noción de permanencia de los objetos. Dicha permanencia, que parecía evidente y necesaria a principios del presente siglo, ha sido puesta en duda, como es bien sabido, por la microfísica contemporánea, para la cual un objeto no existe en tanto que objeto (por oposición a su onda) más que en la medida en que es localizable. Puede ser interesante al respecto tratar de establecer cómo se ha constituido la noción de objeto, puesto que ya no aparece revestida del mismo carácter de necesidad que su historia anterior parecía conferirle.

Pues bien, el análisis del primer año del desarrollo mental muestra que la permanencia del objeto no responde a nada innato: durante los primeros meses de la existencia, el universo primitivo es un universo sin objetos, formado por cuadros perceptivos que aparecen y desaparecen por reabsorción y en el que un objeto deja de ser buscado desde el momento en que se le oculta detrás de una pantalla. Por ejemplo, el bebé retira su mano si estaba a punto de coger el objeto y se lo tapamos con un pañuelo. Al levantar el pañuelo, el niño empieza a buscar el objeto en A, que es el sitio en el que acabábamos de ocultárselo, pero si desplazamos el objeto a B (por ejemplo, a su derecha, mientras que A estaba a la izquierda del sujeto), a pesar de que ha visto como el objeto era colocado en B en el momento de su nueva desaparición, el niño lo buscará frecuentemente en A, es decir, en el sitio en que su acción ha tenido éxito una primera vez y sin ocuparse de los sucesivos desplazamientos del objeto, desplazamientos que, sin embargo, ha advertido siguiéndolos con atención. Sólo cuando tiene poco más o menos un año, busca el objeto, sin vacilar, en el lugar en que ha desaparecido por última vez. Así pues, la permanencia del objeto está estrechamente ligada a su localización y, como vemos, esta última depende de la construcción del «grupo de desplazamientos» que H. Poincaré consideraba con razón como el origen de la elaboración del espacio sensomotor. De todos modos, Poincaré veía en dicho grupo una forma a priori de nuestra actividad y de nuestro pensamiento, puesto que estimaba como un dato previo la distinción de los cambios de posición (que se puede corregir con un desplazamiento correlativo del propio cuerpo) y de los cambios de estado. Ahora bien, al no haber objetos permanentes, todos los cambios son de estado. Por consiguiente, la agrupación de desplazamientos deviene necesaria para la organización progresiva de las acciones, pero no lo es de forma previa ni constituye una forma a priori. Por otra parte, así se comprende por qué el mismo objeto cuya permanencia depende de las posibilidades de localización puede perderla en los campos en que dicha localización falta.

La permanencia del objeto constituye, juntamente con la del propio cuerpo (cuyo conocimiento está vinculado a la observación del cuerpo de otro que es precisamente el primero de los objetos que se hace permanente), la primera de las formas de lo que podemos denominar «identidad cualitativa» en el desarrollo preoperatorio del sujeto. A este respecto es posible hacer múltiples investigaciones con niños de 2 a 3 años y de 7 u 8 años, preguntando, por ejemplo, si el agua que cambia de forma al cambiar de recipiente sigue siendo «la misma agua»; si un alambre al que se da una forma recta y luego forma de arco sigue siendo «el mismo alambre»; si un «alga» (química) que el niño ve pasar en unos cuantos minutos del estado de grano al estado arborescente en un líquido sigue siendo «la misma alga»; o también, en una experiencia perceptiva de movimiento aparente (estroboscopio)) en la que un círculo parece transformarse en cuadrado o en triángulo, preguntando si es el mismo objeto el que cambia de forma o si se trata de dos objetos sin que se produzca cambio alguno, etc. A partir de estas experiencias se han obtenido dos resultados claros. El primero es que el campo de identidad aumenta con la edad. Así, por ejemplo, en el caso del «alga» (estudiado por G. Voyat) los niños muy pequeños dicen que al crecer el alga no es ya «la misma alga», ya que pasa de la clase de las «pequeñas» a la de las «medianas» o «grandes», etc. En cambio, hacia los 7 u 8 años dicen que es «la misma». El segundo resultado es que las identidades precoces son muy anteriores a las conservaciones cuantitativas: el «agua» que se transvasa es «la misma agua», aunque ahora haya un poco más si el nivel es más elevado, etc.

Esta anterioridad de la identidad con respecto a la conservación cuantitativa es interesante desde el punto de vista epistemológico. Antes de constituir una operación propiamente dicha (la «ope-ración idéntica» de un grupo, o agregación del «elemento neutro») la identidad tiene solamente un significado cualitativo y se obtiene por simple disociación de cualidades constantes (la misma materia, el mismo color, etc.) y de cualidades variables (forma, etc.); no supone, por tanto, ninguna estructura operatoria para constituirse y aparecer al mismo tiempo que las funciones de sentido único (aplicaciones). Por ejemplo, si un hilo se desplaza siguiendo un ángulo recto, el niño entiende desde los 4 o 5 años que el segmento B aumenta en función de la disminución del segmento A y dirá que es «el mismo hilo», aunque crea que su longitud total A+B se modifica con el desplazamiento.

Por el contrario, la conservación de esta longitud total o de la cantidad de un líquido transvasado, etc., sólo se adquiere hacia los 7 u 8 años porque supone operaciones de cuantificación (compensaciones entre la dimensión que aumenta y la que disminuye, etc.). Así pues, la cantidad supone una construcción y no se da por simple constatación perceptiva como las cualidades. Al nivel preoperatorio la única cuantificación posible es de naturaleza ordinal: por ejemplo, «más largo» quiere decir «que llega más lejos». Y a ello se debe la no conservación de los líquidos trasvasa-dos, puesto que su cantidad es considerada simplemente a partir del orden de los niveles (como lo que «llega más arriba», etc.) sin tener en cuenta las otras dimensiones.

En consecuencia, la conservación no deriva de la identidad, como cree J. Bruner y como creía E. Meyerson, sino que supone una composición operatoria de las transformaciones, que inserta la identidad en un más amplio marco de reversibilidad (posibilidad de las operaciones inversas) y de compensaciones cuantitativas con las síntesis que constituyen el número y la medida de las que se ha tratado en el apartado 4. Se ha hecho un gran número de investigaciones sobre las nociones de conservación y todas ellas convergen en la dirección de esta interpretación epistemológica operatoria.

7. El azar

Aún nos falta decir unas cuantas palabras acerca de una noción fundamental desde el punto de vista epistemológico, y cuyo origen parece, a primera vista, muy distinto del de las nociones precedentes. Se trata de la noción de azar, que ha sido definida por Cournot como una interferencia de series causales independientes y que por tanto corresponde a lo que en general podemos designar con el término «mezcla».* Ahora bien, la mezcla es irreversible y crece con una probabilidad de volver al estado inicial que es cada vez menor. Podemos, pues, preguntarnos si en los niveles preoperatorios, es decir, anteriores a los 7 u 8 años, en los que el niño no ha llegado todavía a manipular las operaciones inversas o recíprocas ni, por consiguiente, la reversibilidad, tiene de este hecho una intuición de irreversibilidad y llega a una comprensión inmediata de la mezcla aleatoria.

Para responder a esta pregunta es conveniente distinguir dos planos: el de la acción y el de la noción. En el plano de la acción, está claro que el niño llega muy pronto a tener en cuenta las fluctuaciones fortuitas, por ejemplo, a prever que un objeto que cae puede llegar al suelo de un lado o de otro, y a evaluar ciertas «probabilidades subjetivas», por ejemplo, a prever que le costará más trabajo atravesar una calle si ésta se halla llena de coches que si no hay casi ninguno. Pero otra cosa es comprender el azar como tal, en tanto que noción de interferencia o de mezcla y distinguirlo de lo arbitrario o de un sistema de intenciones imprevisibles. Juntamente con B. Inhelder hemos realizado un conjunto de experiencias a partir de muy sencillas situaciones de cara o cruz, de distribuciones aleatorias y principalmente de mezclas progresivas. Por ejemplo, haciendo bascular varias veces seguidas una caja en la que previamente se han introducido 10 bolas blancas y 10 negras, se trataba de prever que a cada sucesiva oscilación basculante las bolas tienden más bien a mezclarse en vez de volver a su casillero, las negras a la izquierda y las blancas a la derecha. Pues bien, de tales observaciones hemos podido sacar dos resultados claros.

El primero es que hasta los 7 u 8 años no existe una noción explícita del azar: en un principio todo sería previsible en el comportamiento de los objetos individuales y si las bolas se mezclan, contrariamente a las previsiones, pronto acabarán por «desmezclarse» volviendo al orden inicial (y con frecuencia después de un entrecruzamiento que llevará a todas las blancas al lado de las negras y a la inversa). La segunda conclusión esencial es que la irreversibilidad solamente se comprende refiriéndola a la reversibilidad deducible a la cual se opone. Dicho con otras palabras: es preciso que el sujeto llegue a construir estructuras de operaciones reversibles para que se dé cuenta de la existencia de procesos que escapan a este modelo y que no son deducibles. Tras lo cual, la operación se toma el desquite sobre el azar y llega a un cálculo de probabilidades, pero referido a los conjuntos (grandes números) y no a los casos individuales. En una palabra, la evolución de la noción de azar está subordinada a la construcción de estructuras operatorias.

8. Conclusiones

Estos pocos ejemplos, elegidos entre otros muchos posibles, muestran la eventual fecundidad de un método que trata de aprender los mecanismos del conocimiento en su origen y en su desarrollo. Si, como hemos dicho al principio de la presente exposición, el conocimiento constituye siempre un proceso y no puede ser petrificado en sus estados constantemente momentáneos, resulta evidente que tales investigaciones se imponen, puesto que la historia de la ciencia o de las ideas continúa siendo inevitablemente sectorial. Cierto es que todavía hay que vencer un considerable número de tenaces prejuicios, cuando uno se ocupa de epistemología lógica, matemática o física, para hacer comprender que puede resultar útil una vinculación con una disciplina tan restringida y de apariencia tan poco sólida como es la «psicología infantil» o la psicología del desarrollo. Pero la realidad es que muchos especialistas, cada vez más, han mostrado interés por nuestro Centro internacional de epistemología genética y han colaborado en nuestras publicaciones. Veintidós volúmenes* han aparecido ya en nuestra colección de «Études d’épistémologie génétique» (Presses Universitaires de France) y cuatro volúmenes están en prensa. Tratan de la formación de las estructuras lógicas, la construcción del número, el espacio y las funciones, etc., la lectura de la experiencia y la lógica de los aprendizajes, las nociones de orden, velocidad y tiempo, las relaciones entre la cibernética y la epistemología, etc. Actualmente nuestra dedicación apunta al difícil estudio de la causalidad. El trabajo de cada año se ha discutido en un simposio final y en estas reuniones han participado especialistas eminentes como W. V. Quine, E. W. Beth, F. Gonseth, Th. S. Kuhn, M. Bunge, D. Bohm, W. McCulloch, B. Kedroff, etc.

2. De la Psicología genética a la Epistemología

Los especialistas en psicología genética, y especialmente en psicología infantil, no siempre sospechan las múltiples y particularmente fecundas relaciones que su disciplina puede mantener con otras formas de investigación más generales del tipo de la teoría del conocimiento o la epistemología. Y la recíproca es todavía mucho más verdadera, si esto fuera posible... Ello se debe a que la psicología infantil se ha pasado mucho tiempo recogiendo historias de bebés. Incluso en el restringido campo de la psicología propiamente dicha, no siempre se llega a entender la necesidad de investigar cualquier problema desde el ángulo del desarrollo y en ciertos países todavía sigue siendo un hecho que los «Child Psychologists» constituyen un mundo aparte, sin contacto con las grandes corrientes de la psicología experimental. A mayor abundamiento los teóricos del conocimiento, cuya paciencia es a veces inagotable cuando se trata de reconstituir una página ignorada de la historia de las ciencias para desvelar su alcance epistemológico, ni siquiera suelen sospechar que los más generales problemas de formación de las nociones o de análisis de las operaciones intelectuales frecuentemente pueden recibir una solución que está, como aquel que dice, al alcance de la mano, en el terreno de la experiencia psicogenética.

Y, sin embargo, existe precisamente un capítulo de la historia de las ciencias que hace ya tiempo que debería haber servido de analogía para facilitar el acercamiento que preconizamos. Se trata de las relaciones que paulatinamente la embriología se ha visto obligada a mantener, primero con la anatomía comparada y luego con la teoría general de la evolución. Vale la pena que tal comparación se tenga en cuenta, puesto que no hay duda de que la psicología infantil constituye una especie de embriología mental, en tanto que descripción de los estadios del desarrollo y, sobre todo, en tanto que estudio del mecanismo propio de dicho desarrollo. La psicogénesis representa, además, una parte integrante de la embriogénesis (la cual no finaliza con el nacimiento, sino en el momento en que se alcanza el estadio de equilibrio que es el estado adulto); y la intervención de factores sociales no desmiente en absoluto la justeza de esta constatación, ya que la embriogénesis orgánica es también en parte función del medio. Por lo demás, está claro que si la epistemología no quiere limitarse a la pura especulación, tendrá que contar cada vez más entre sus objetos el análisis de las «etapas» del pensamiento científico y la explicación de los mecanismos intelectuales utilizados por la ciencia en sus diversas variedades a la hora de conquistar lo real.

Así pues, la teoría del conocimiento es esencialmente una teoría de la adaptación del pensamiento a la realidad, aunque dicha adaptación muestre en fin de cuentas, igual que todas las adaptaciones por otra parte, la existencia de una inextricable interacción entre el sujeto y los objetos. Y considerar a la epistemología como una anatomía comparada de las operaciones del pensamiento y como una teoría de la evolución intelectual o de la adaptación del espíritu a lo real no es disminuir la magnitud de sus tareas. Tampoco se trata de prejuzgar las soluciones que la epistemología tenga que adoptar ni de preconizar de antemano la necesidad de un realismo; aun cuando las relaciones entre el organismo y el medio presentaban en el lamarckismo la misma simplicidad que las relaciones entre el espíritu y las cosas en el empirismo clásico, éstas se han ido complicando en biología precisamente a partir de los estudios sobre las variaciones internas del organismo, hasta el punto de que, en la actualidad, existe una especie de isomorfismo entre las distintas hipótesis evolucionistas o antievolucionistas y las interpretaciones entre las que oscila la epistemología en el campo de la adaptación intelectual.

Ahora bien, una vez admitido este tipo de comparaciones, la historia de las relaciones entre la embriología y las otras disciplinas biológicas permite iluminar con claridad los contactos posibles —y, por lo demás, ya actuales en parte —entre la psicología infantil y la epistemología. En efecto, es algo perfectamente sabido que la embriología ha posibilitado la resolución de un conjunto de problemas que la anatomía comparada tenía que dejar pendientes al no contar con información sobre determinados órganos o incluso sobre organismos completos. En este sentido bastará con citar el hecho de que, después de mucho tiempo de estar clasificado a las anatifas (u opernes) entre los moluscos, el estudio de sus estados larvarios puso de manifiesto que se trataba de auténticos crustáceos que pasan por ciertos estadios comunes a todos los miembros de este grupo. Igualmente la división de los tejidos en ectodermo, mesodermo y endodermo, precisada por la embriología, permitió homologar un gran número de órganos y proporcionó preciosas informaciones sobre el significado de ciertos sistemas (piense el lector, por ejemplo, en el origen ectodérmico del sistema nervioso, que podría servir como punto de partida a toda una filosofía!). En cuanto a las teorías de la evolución, si bien se ha exagerado el paralelismo entre ontogénesis y filogénesis, que sigue siendo inexacto en sus detalles, no cabe duda de que la embriología ha renovado las perspectivas del evolucionismo y su aportación, examinada a la luz de una crítica precisa, tiene un considerable alcance en el estudio de un problema que todavía no se ha resuelto de forma definitiva.

Aunque el interés de las ciencias humanas por el desarrollo de la inteligencia en el niño desde el nacimiento a la adolescencia ha sido mucho más tardío que el demostrado hacia las fases embrionarias por las que pasan los animales más diversos y más ajenos a nuestra naturaleza racional, las contribuciones de esta joven ciencia que es la psicología genética a los problemas clásicos de la epistemología pueden compararse, mutatis mutandis, a las antes mencionadas. Para que esto se comprenda queda todavía por disipar un posible malentendido. La psicología genética es una ciencia cuyos métodos se hallan cada vez más emparentados con los de la biología. En cambio, la epistemología pasa en general por ser una parte de la filosofía necesariamente solidaria de todas las demás disciplinas filosóficas y, por consiguiente, con una toma de posición metafísica. En este caso, el ligamen entre los dos campos sería o bien ilegítimo, o bien, por el contrario, algo tan natural como el tránsito de un estudio científico cualquiera a una filosofía cualquiera que no se deduce de aquél, sino que a lo sumo se inspira en él añadiéndole encima preocupaciones ajenas a su naturaleza.

Pero, además del hecho de que la epistemología contemporánea es, cada vez en mayor medida, obra de los propios científicos, que tienden a ligar los problemas de «fundamentación» al ejercicio de sus disciplinas, se puede disociar la epistemología de la metafísica delimitando metódicamente su objeto. En vez de preguntarnos qué es el conocimiento en general o cómo es posible el conocimiento científico (considerado igualmente en bloque), lo cual implica naturalmente la constitución de toda una filosofía, podemos limitarnos por método al siguiente problema «positivo»: ¿cómo aumentan (o no) los conocimientos? ¿A través de qué procesos pasa una ciencia desde un conocimiento determinado, generalmente considerado insuficiente, a otro conocimiento determinado, generalmente considerado superior por la conciencia común de los adeptos de dicha disciplina? De este modo volvemos a encontrar todos los problemas epistemológicos, pero en la perspectiva histórico-crítica y no en la de una filosofía. Pues bien: aquí vamos a hablar precisamente de esta epistemología genética o científica para mostrar en qué sentido puede la psicología infantil prestarle un apoyo quizá no despreciable.

1. Cf. nuestra obra Introduction á l’épistémologie génétique, PUF, París, 1949-1950.

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