jueves, 19 de agosto de 2010

Tema 2.1. Positivismo y naturalismo

Clase: 5 de septiembre de 2011.

Actividad previa:

¿Qué es para tí el positivismo?

Debido a las caracteristicas de nuestro propio campo de conocimiento, realizar un análisis de las bases epistemológicas al interior de la Psicología Clínica implica un mayor conocimiento de la lógica bajo la cual fue creada (Bruner, 1989).

2.1. Positivismo y naturalismo


Objetivo de la lectura: Que el alumno identifique las carencias que trae consigo la concepción naturalista que tiene el plantear que el conocimiento se da únicamente mediante los sentidos, incorporando para esto un nuevo concepto dentro de la construcción del conocimiento: la percepción.

El mito del origen sensorial de los conocimientos científicos

Por: Jean Piaget

El esfuerzo que se dedica a verificar determinadas opiniones es a veces inversamente proporcional a su fuerza de propagación, porque al considerarlas globalmente parecen evidentes y, sobre todo, porque al transmitirse se benefician de la autoridad de un creciente número de autores. Siguiendo a Aristóteles y a las múltiples variedades de empirismos, ha pasado a ser un lugar común en la mayoría de los círculos científicos el sostener que todo conocimiento procede de los sentidos y es resultado de una abstracción a partir de los datos sensoriales. E. Mach, uno de los escasos físicos que se han decidido a apuntalar dicha tesis con hechos, se vio obligado, en su Análisis de las sensaciones, a considerar el conocimiento físico como un puro fenomenismo perceptivo (cuyo recuerdo ha pesado sobre toda la historia del Círculo de Viena y del empirismo lógico).

Este mito (término con el que denominamos aquellas opiniones a las que una adhesión colectiva demasiado obligatoria ha privado del beneficio de verificaciones precisas) no ha dejado de influir en ciertos matemáticos, es decir, en un campo en el que, sin embargo, la sensación no tiene nada que hacer. Por ejemplo, el gran d'Alembert atribuía a los sentidos la génesis de las nociones aritméticas y algebraicas, y empezó considerando los números negativos como menos inteligibles que los positivos puesto que no corresponden a nada sensible. Tras lo cual les concedió una inteligibilidad igual argumentando que traducen una «ausencia», pero sin darse cuenta del hecho de que la pareja presencia-ausencia se refiere a toda la acción y no simplemente a la sensación. Todavía en nuestros días, F. Enriques pretendía explicar la formación de los diversos tipos de geometría (métrica, proyectiva, topológica) por la predominancia de tales o cuales formas de sensaciones (cinestésicas, visuales, etc.).

Ello no obstante, la hipótesis de un origen sensorial de nuestros conocimientos lleva a paradojas cuyo tipo significativo fue enunciado por M. Planck en sus Iniciaciones a la física: nuestros conocimientos físicos habrán salido de la sensación, pero su progreso consiste precisamente en liberarse de todo antropomorfismo y, por consiguiente, en alejarse lo más posible del dato sensorial. Afirmación de la que nosotros concluiríamos que el conocimiento nunca procede de la sensación sola, sino de aquello que la acción añade a este dato. De todas formas, Planck sigue fiel a la opinión tradicional y, en consecuencia, no llega a resolver su propia paradoja.

Y eso que J. J. Ampére decía ya a principios del siglo XIX que la sensación es un simple símbolo y que quienes admiten su adecuación a los objetos son como los campesinos (yo diría: como los niños) que creen en una necesaria correspondencia entre el nombre de las cosas y las cosas nombradas. En uno de sus mejores libros recientes sobre la sensación,

H. Piéron dice también que la sensación es de naturaleza simbólica pero que nunca alcanza el grado de objetividad que caracteriza a la más sencilla ecuación matemática. Ahora bien, cuando se habla de símbolo se está apuntando a un sistema de significaciones, lo cual supera, desde luego, los marcos del puro «dato» (del sense datum clásico).

Así pues, en lo que sigue voy a intentar reexaminar la tesis tradicional del origen sensorial de los conocimientos a la luz de la psicología contemporánea poniendo de manifiesto sus equívocos. Admitiremos que la sensación o la percepción operan siempre en los estadios elementales de formación de los conocimientos; pero nunca operan solas y lo que se les añade resulta por lo menos tan importante como ellas en la elaboración citada.

1. Planteamiento del problema

Empezaremos llamando la atención sobre una distinción terminológica. La psicología clásica distinguía las sensaciones, referidas a las cualidades (una magnitud, la blancura, etc.) y las percepciones, referidas a los objetos (esta hoja de papel). Se consideraba por tanto que la sensación correspondía a elementos previos y la percepción a una síntesis secundaria. En la actualidad, ya no se cree en tales sensaciones «elementales» y previas (salvo desde el punto de vista fisiológico; pero nada prueba que la sensación en tanto que reacción fisiológica corresponda a un estado psicológico definido): existen sin más percepciones como totalidad, lo cual quiere decir que las sensaciones son sólo los elementos estructurados de aquéllas y ya no estructurantes (y sin diferencia de naturaleza entre el todo y sus partes). Cuando percibo una casa no veo primero el color de un tejado, la magnitud de una chimenea, etc., y finalmente la casa, sino que de entrada percibo la casa como «Gestalt»* y únicamente después paso al análisis de sus detalles.

Así pues, para ser más exactos habría que hablar del origen perceptivo y no sensorial de los conocimientos científicos, puesto que la percepción no es un compuesto de sensaciones sino una composición inmediata de éstas.

Ahora bien, si las sensaciones no son independientes por cuanto siempre están reunidas en percepciones, podemos preguntarnos si la percepción misma constituye una realidad autónoma. A lo que hay que responder que depende de la motricidad. El neurólogo V. Weizsácker decía agudamente: «Cuando percibo una casa, no veo una imagen que me entra en el ojo. Al contrario, veo un sólido en el que puedo entrar». Con lo cual pretendía ilustrar su concepto de «Gestaltkreis» (opuesto al simple concepto de «Gestalt»), destinado a subrayar la acción recíproca de la motricidad sobre la percepción que siempre acompaña a la acción de la percepción sobre la motricidad, acción esta última que durante mucho tiempo se consideró exclusiva (modelo simplista del «arco reflejo»). En el mismo espíritu, V. Holst y muchos otros han insistido sobre un principio de «reaferencia» que tiene en cuenta estas mismas retroacciones de la motricidad sobre la percepción.

A este respecto se puede citar una experiencia crucial. Nos referimos a la realizada por Ivo Kohler con sujetos que, después de algunos días de llevar unas gafas con espejos que invierten los objetos 180°, muestran su capacidad de enderezarlos (hasta el punto de andar en bicicleta por las calles de Innsbruck con las gafas citadas sobre la nariz). Ésta es la mejor demostración de cómo la percepción visual puede ser influida por el conjunto de la acción, con la actividad retroactiva de la motricidad sobre la percepción y coordinación de las claves visuales y táctilo-cinestésicas.

Partiendo de estas premisas vamos a defender las siguientes hipótesis. Nuestros conocimientos no provienen únicamente ni de la sensación ni de la percepción, sino de la totalidad de la acción con respecto de la cual la percepción sólo constituye la función de señalización. En efecto, lo propio de la inteligencia no es contemplar, sino «transformar» y su mecanismo es esencialmente operatorio. Ahora bien, como las operaciones consisten en acciones interiorizadas y coordinadas en estructuras del conjunto (reversibles, etc.), si se quiere dar cuenta de este aspecto operatorio de la inteligencia humana, es conveniente partir de la acción misma y no de la percepción sin más.

Siempre que operamos sobre un objeto lo estamos transformando (de la misma manera que el organismo sólo reacciona ante el medio asimilándolo, en el sentido más amplio del término). Hay dos modos de transformar el objeto a conocer. Uno consiste en modificar sus posiciones, sus movimientos o sus propiedades para explorar su naturaleza: es la acción que llamaremos «física». El otro consiste en enriquecer el objeto con propiedades o relaciones nuevas que conservan sus propiedades o relaciones anteriores, pero completándolas mediante sistemas de clasificaciones, ordenaciones, correspondencias, enumeraciones o medidas, etc.: son las acciones que llamaremos lógico-matemáticas. El origen de nuestros conocimientos científicos reside, por tanto, en estos dos tipos de acciones y no solamente en las percepciones que les sirven de señalización.

Aun así, al defender que el origen de los conocimientos nunca está en la percepción sin más, sino que deriva de la totalidad de la acción cuyo esquematismo engloba la percepción superándola, toparemos sin lugar a dudas con la objeción siguiente: la acción misma sólo nos es conocida gracias a una cierta variedad de percepciones denominadas propioceptivas (mientras que los resultados externos de la acción serán registrados por vía exteroceptiva). Por ejemplo, si clasifico u ordeno objetos con manipulación efectiva sentiré mis movimientos gracias a un juego de percepciones propioceptivas y constataré sus efectos materiales por las vías visual o táctil habituales.

Ello no obstante, lo importante para el conocimiento no es la serie de tales acciones consideradas aisladamente, sino el «esquema» de dichas acciones, o sea, lo que en ellas es general y puede transponerse de una situación a otra (por ejemplo, un esquema de orden o un esquema de reunión, etc.). Y el esquema no sale de la percepción, sea propioceptiva o de otro tipo; el esquema es el resultado directo de la generalización de las acciones mismas y no de su percepción; como tal, el esquema no es perceptible en absoluto.

Podemos plantearnos el problema en los siguientes términos: la noción ¿es más rica o más pobre que la percepción correspondiente? Por ejemplo: la noción de espacio ¿es más rica o más pobre que la percepción del espacio? En la medida en que la noción procediera de la percepción sin más debería ser más pobre, puesto que en ese caso se construiría solamente por abstracción a partir de lo dado y mediante generalización; generalización que, siempre en el mismo supuesto, nada más consistiría en retener las partes comunes de los datos y abstraerías de los otros, lo cual conduciría a hacer del concepto un esquema empobrecido de lo percibido. Pero, en realidad, la noción es más rica que la percepción y en el caso del espacio es incluso infinitamente más rica que lo percibido; y esto por dos razones complementarias. La primera es que la noción no consiste simplemente en traducir el dato perceptivo, sino también (y, con frecuencia, de manera esencial) en corregirlo, en sustituir, por ejemplo, la anisotropía del campo visual por una isotropía perfecta, el continuo aproximativo de la percepción por un continuo preciso (puesto que en el primero, como han mostrado Henri Poincaré y W. Kohler, insistiendo en ello cada uno desde su punto de vista, tenemos que A = B, B = C, pero A < C), los paralelismos groseros de la percepción

2. La formación de los conocimientos lógico-matemáticos

Como sobre este punto ya he hablado bastante en otras ocasiones, voy a limitarme a resumir los resultados esenciales.

A la hora de estudiar la génesis de las nociones lógicas y matemáticas en el niño resulta obligado reconocer que la experiencia es indispensable para dicha formación. Existe, por ejemplo, un nivel en el cual el niño no admite que A =C, si A = B y B = C y necesita un control perceptivo para admitir esta transitividad. Lo mismo ocurre con la propiedad conmutativa y esencialmente con el hecho de que la suma de los elementos de una serie es independiente del orden de enumeración. Así pues, al principio sólo se conoce con la ayuda de la experiencia algo que (a partir del nivel operatorio de los 7 a los 8 años) aparecerá como evidente por necesidad deductiva.

Por consiguiente, se podría llegar a creer con d'Alembert y Enriques que las propias matemáticas han salido de la percepción, si se piensa que toda experiencia consiste en una lectura perceptiva de las propiedades físicas del objeto. Sin embargo, existen dos tipos de experiencias, tal vez unidas siempre de hecho, pero fácilmente disociables en el análisis: la experiencia que llamaremos física y la experiencia lógico-matemática.

La experiencia física responde a la concepción clásica de la experiencia; consiste en actuar sobre objetos para extraer un conocimiento por abstracción a partir de estos mismos objetos. Por ejemplo, cuando el niño levanta sólidos advierte por experiencia física la diversidad de los pesos, su relación con el volumen a igual densidad, la variedad de las densidades, etc.

Por el contrario, la experiencia lógico-matemática consiste en operar sobre los objetos pero sacando conocimientos a partir de la acción y no a partir de los objetos mismos. En este caso, la acción empieza por conferir a los objetos caracteres que no poseían por sí mismos (manteniendo además sus anteriores propiedades) y la experiencia se refiere al ligamen entre los caracteres introducidos por la acción en el objeto (y no a las anteriores propiedades de éste). Es en este sentido en el que el conocimiento se extrae de la acción como tal y no de las propiedades físicas del objeto. En el caso de las relaciones entre la suma y el orden de unos cantos enumerados por el niño, resulta evidente que el orden ha sido introducido por la acción en los cantos (puestos en hilera o en círculo), y lo mismo ocurre con la suma (debida a la actividad de coaligar o de reunir). Lo que el sujeto descubre entonces no es una propiedad física de los cantos, sino una relación de independencia entre las dos acciones de reunión y de ordenación. Cierto es que ha habido además una experiencia física que procura los conocimientos siguientes: que cada uno de los cantos se ha conservado durante la operación y que son ordenables y enumerables, etc. Pero la experiencia no se ha referido a este aspecto físico: se trataba de saber si la suma es dependiente o no del orden seguido y, sobre este punto preciso, la experiencia es auténticamente lógico-matemática en tanto que se refiere a las propias acciones de los sujetos y no al objeto en cuanto tal.

Ésta es la causa de que, en un momento dado, las acciones lógico-matemáticas del sujeto puedan prescindir de su aplicación a objetos físicos e interiorizarse en operaciones manipulables simbólicamente. Dicho con otras palabras: ésta es la razón de que, a partir de un cierto nivel, existan una lógica y una matemática puras para las que la experiencia deja de tener sentido. Por eso, además, la lógica y la matemática pura pueden superar indefinidamente la experiencia al no estar limitadas por las propiedades físicas del objeto. Pero como la acción humana es la propia de un organismo que forma parte del universo físico se comprende también por qué estas combinaciones operatorias ilimitadas se anticipan tan a menudo a la experiencia y por qué, cuando vuelven a encontrarse, hay acuerdo entre las propiedades del objeto y las operaciones del sujeto.

Clase del 6 de septiembre de 2011
3. La formación de los conocimientos físicos o experimentales

En cambio, el conocimiento físico, o experimental en general (incluida en él la geometría del mundo real), procede por abstracción a partir de las propiedades del objeto como tal. Así pues, hay que admitir que el papel del dato perceptivo será más importante en este segundo campo. Pero —y esto es esencial— queda el hecho de que en la práctica la percepción nunca opera sola: únicamente descubrimos la propiedad del objeto cuando añadimos algo a la percepción. Y este «algo» que añadimos es, precisamente, un conjunto de marcos lógico-matemáticos que son los que hacen posible las lecturas perceptivas.

En efecto, es fundamental para nuestros propósitos recordar que si bien existe un conocimiento lógico-matemático puro, en tanto que desligado de toda experiencia, en cambio no existe conocimiento experimental que pueda ser calificado como «puro» en tanto que desligado de toda organización lógico-matemática. La experiencia sólo se hace accesible a partir de los marcos lógico-matemáticos que consisten en clasificaciones, ordenaciones, correspondencias, funciones, etc. La misma lectura perceptiva supone, como veremos más adelante, la intervención de tales marcos o de sus esbozos más o menos indiferenciados. En el otro extremo, la física, en tanto que ciencia de la experiencia más evolucionada, en una perpetua asimilación del dato experimental a estructuras lógico-matemáticas, puesto que el refinamiento mismo de la experiencia está en función de los instrumentos lógico-matemáticos utilizados a título de intermediarios necesarios entre el sujeto y los objetos a alcanzar.

Existe por tanto una posible solución de la paradoja de Planck: si el conocimiento físico, que parecía partir de la sensación, se va alejando de ella cada vez más, es porque de hecho nunca procede de la sensación ni tampoco de la percepción puras, sino que desde el principio supone una esquematización lógico-matemática de las percepciones, así como de las acciones ejercidas sobre los objetos; teniendo en cuenta que su punto de partida está en dicha esquematización, resulta natural que las agregaciones lógico-matemáticas vayan cobrando mayor importancia a medida que se desarrollan los conocimiento físicos y que, por consiguiente, éstos se alejen cada vez más de la percepción como tal.

De todas formas, para demostrar tales hipótesis es necesario rastrear el origen psicológico de las nociones remontándonos hasta sus estadios precientíficos. Efectivamente, las nociones fundamentales de espacio físico, tiempo, velocidad, causalidad, etc., proceden de un sentido común muy anterior a su organización científica. Y como la prehistoria intelectual de las sociedades humanas puede continuar siéndonos desconocida para siempre, es indispensable estudiar la formación de estas nociones en el niño, recurriendo así a una especie de embriología mental (que puede prestar los mismos servicios que los que el estudio de la ontogénesis orgánica ha prestado a la anatomía comparada).

Vamos, pues, a dar algunos ejemplos de posibles investigaciones sobre las relaciones entre la formación de una noción y las reacciones perceptivas correspondientes, dejando para el apartado 4 el análisis de los mecanismos de la percepción misma en tanto que vinculada a la acción.

Los estudios realizados hace años sobre las relaciones entre determinadas nociones y las percepciones correspondientes, nos han permitido poner en claro un cierto número de situaciones complejas que se alejan considerablemente de lo que uno podría esperar al postular una simple filiación de la noción a partir de la percepción.

Tomemos como primer ejemplo el de las relaciones entre el espacio proyectivo nocional y la percepción de las magnitudes proyectivas. Por lo que hace al primero de estos dos puntos es cosa sabida el carácter tardío que, por lo general, tiene en el niño la representación de la perspectiva. Por término medio la perspectiva no aparece espontáneamente en el dibujo hasta los 9 o 10 años. Cuando se le presenta un objeto usual (un lápiz, un reloj, etc.) en diferentes posiciones con la consigna de que elija entre dos o tres dibujos el que corresponde más exactamente a la perspectiva elegida, no se obtienen estimaciones correctas hasta los 7 u 8 años, y lo mismo ocurre por lo general con la comprensión de las líneas de fuga. Cuando, en presencia de un macizo de tres montañas de cartón (con 60 cm. de altura y 1 m2 de superficie total de base), se pide al niño que reconstruya las relaciones izquierda-derecha y delante-detrás de acuerdo con los cuatro principales puntos de vista posibles (puntos cardinales), se constata que a los pequeños les cuesta un gran esfuerzo liberarse de su perspectiva egocéntrica y que el problema sólo se resuelve entre los 9 y los 10 años. En una palabra: la noción como tal no hace su aparición hasta los 7 u 8 años y solamente alcanza su punto de equilibrio hacia los 9 o 10 años.

Si de ahí pasamos al examen de la percepción del espacio proyectivo, que hemos estudiado juntamente con Lambercier, haciendo comparar las magnitudes aparentes de una caña de 10 cm. a 1 m del sujeto y de una caña variable a 4 m del sujeto (que por tanto deberá tener 40 cm. para ser estimada proyectivamente igual a la primera), nos encontraremos ante un cuadro muy diferente. Los niños pequeños ponen de manifiesto una gran dificultad a la hora de comprender lo que se les pide (y se precisa una iniciación con pintura sobre un cristal plano para que se den cuenta de que se trata sólo de la magnitud aparente y no de la magnitud real), pero cuando lo han comprendido dan estimaciones perceptivas mucho mejores que los niños mayores e incluso que los adultos, con excepción de los dibujantes. Dicho con otras palabras: mientras que con el desarrollo mental la magnitud real («constancia perceptiva de la magnitud») predomina cada vez más sobre la magnitud aparente, los niños pequeños son más aptos que los adultos para evaluar esta última.

En el caso del primer ejemplo nos encontramos, pues, ante la paradójica situación siguiente: la noción de espacio proyectivo sólo empieza a organizarse en el nivel en que la percepción de las magnitudes proyectivas se deteriora, mientras que en los niveles en que ésta alcanza su situación mejor (por desgracia no se la puede elevar mucho debido a las dificultades de comprensión verbal de la consigna) la noción no existe. Ahora bien, si la noción fuera abstraída de la percepción sin más, debería constituirse justamente en el momento en que la percepción proyectiva es mejor y, por consiguiente, debería ser mucho más precoz de lo que es en realidad. De hecho, la noción de espacio proyectivo implica mucho más que una abstracción a partir de las percepciones: lleva consigo una coordinación de los puntos de vista y, en consecuencia, un mecanismo operatorio de transformación mucho más complejo que las percepciones que corresponden a cada uno de estos puntos de vista considera-dos aisladamente. Así pues, la noción citada procede de un marco lógico-matemático impuesto a las percepciones y no simplemente de las percepciones mismas.

Examinemos ahora el segundo ejemplo, que se refiere a la conservación de las longitudes. Acabamos de constatar que existen «constancias perceptivas» tales como la que caracteriza la percepción de las magnitudes reales (y no proyectivas), y que son bastante precoces. Por otra parte, existen «nociones de conservación» que son mucho más tardías (a partir de los 7 u 8 años). Un ejemplo fácil de estudiar es el de la conservación de la longitud de un móvil en caso de desplazamiento. Se coloca ante el niño dos reglas superpuestas de 15 cm. y se les hace constatar su igualdad de longitud por congruencia. Luego se desplaza una de ellas 7 u 8 centímetros dejando un espacio entre ambas y se pregunta al niño si la longitud de la regla desplazada sigue siendo igual a la de la otra. A los 5 años solamente el 15 % de los sujetos admite la conservación, porque a esa edad el niño estima la longitud por el punto a que llega el objeto: la regla desplazada es considerada como más larga «porque rebasa» a la otra, sin que el sujeto tenga en cuenta el rebasamiento recíproco —y contrario— que se produce por el otro extremo. A los 8 años el 70 % de los sujetos admiten la conservación y a los 11 lo admiten ya el 100 %: el razonamiento topológico fundado en el orden de los puntos de llegada ha sido sustituido por una evaluación métrica.

En ese momento se plantea la pregunta de si la estimación métrica, con conservación de la longitud, está vinculada o no a consideraciones perceptivas (percepción del intervalo entre los extremos, por oposición de éstos, etc.). Para responder a ella he medido con S. Taponier la estimación perceptiva de sujetos de 5, 8 y 11 años, así como de adultos situados todos ellos ante dos trazos horizontales de 6 cm. separados por un intervalo vacío y con desplazamiento _____ recíproco igual a la mitad de la longitud (cf. los dos trazos al ____ margen).

Se constata entonces que los pequeños de cinco años dan mejores estimaciones que los niños de 8 y 11 años e incluso mejores que los adultos. En efecto, mientras que con el progreso de la estructuración del espacio siguiendo las coordenadas horizontal y vertical la inclinación que interviene en la presentación de las líneas a comparar dificulta cada vez más al niño cuanto mayor es, los pequeños permanecen indiferentes ante esto al no tener una estructuración espacial suficiente, y de ahí su mejor estimación de las longitudes. También en este ejemplo vemos que no hay relación entre la noción (conservación de la longitud en caso de desplazamiento) y la percepción correspondiente (estimación de las longitudes con rebasamiento por los extremos): en el caso de la noción, los pequeños juzgan (por abstracción y en virtud del predominio de las consideraciones topológicas sobre las preocupaciones métricas) únicamente en función de un solo rebasamiento, mientras que en el caso de la percepción los mismos niños ven los dos rebasamientos sin que para ellos constituya obstáculo alguno la inclinación que dificulta el juicio de los mayores.

Un tercer ejemplo nos mostrará, en cambio, una clara convergencia entre la noción y la percepción, pero en el sentido de una acción recíproca y no de dirección única. Nos referimos a los sistemas de coordenadas naturales (horizontal y vertical) o sistemas de referencia cuya acción acabamos de entrever a propósito de la experiencia anterior. En lo referente a la noción, se pedirá, como hemos hecho B. Inhelder y yo mismo, prever la orientación de la superficie de un líquido coloreado en un tarro primero vertical y que luego se irá inclinando de distintas maneras, así como prever la dirección de una plomada próxima a paredes verticales, inclinadas o en múltiples planos. Se constata entonces con sorpresa que las «nociones» de la horizontal y la vertical solamente se adquieren hacia los 9 o 10 años (mientras que las posturas correspondientes son conocidas por el niño desde que aprende a andar, etc.). En cuanto a la percepción se les mandará comparar las longitudes de una vertical (constante) y de una oblicua (variable) en diferentes inclinaciones. Se constata ahora, igual que anteriormente, que los niños pequeños de cinco años dan las mejores estimaciones de la longitud de los trazos y que, en cambio, evalúan muy mal la inclinación (por comparación de las figuras entre ellas); por el contrario, los mayores estiman cada vez con más dificultad las longitudes debido a la dificultad de la inclinación, pero evalúan cada vez mejor la inclinación misma a partir de un umbral que hay que situar de nuevo en los 9 o 10 años. En otras palabras: los niños pequeños no tienen en cuenta las coordenadas perceptivas mientras que los mayores son sensibles a ellas.

Así pues, en este último ejemplo se da una estrecha correlación entre la percepción y la noción, pero ¿en qué sentido? ¿Es el sistema de coordenadas perceptivas, por así decirlo, el que determina unívocamente el sistema de referencias nocional, o hay que hacer intervenir una acción de la inteligencia sobre la estructuración perceptiva? Recordemos en primer lugar que la percepción está subordinada a las condiciones de proximidad en el espacio y en el tiempo y que este factor de proximidad entre los elementos, al entrar en interacción en el seno de una misma percepción, es tanto más importante cuanto más pequeño es él niño. Por el contrario, la inteligencia puede ser caracterizada por la posibilidad de establecer relaciones a distancias cada vez mayores en el espacio y en el tiempo. Si los niños pequeños de 5 a 6 años no presentan más que una débil estructuración perceptiva de acuerdo con los ejes de coordenadas espaciales, esto se debe simplemente a que se quedan encerrados en las fronteras de la figura y no establecen relaciones entre los elementos de ésta y unas referencias exteriores cada vez más alejadas. Ahora bien, un sistema de coordenadas supone precisamente el citado establecimiento de relaciones entre la figura y los objetos lejanos de referencia (el soporte del tarro o del dibujo, la superficie de la mesa, el suelo y las paredes de la habitación, etc.). Los progresos en la estructuración del espacio ponen de manifiesto, por tanto, una liberación con respecto al factor de proximidad; de ahí que dichos progresos sean tardíos. Resulta, pues, evidente, en este caso particular, que la percepción está influida más o menos directa o indirectamente (es decir, por mediación de la motricidad) por el establecimiento de relaciones a distancia propio de la inteligencia, y que si hay convergencia entre la evolución de las coordenadas perceptivas y la de las coordenadas representativas o nocionales es en función del desarrollo sensomotor e intelectual completo.

4. Percepción e inteligencia

El ejemplo que acabamos de citar muestra la posibilidad de una acción de la inteligencia sobre la percepción misma. Hasta aquí habíamos admitido que en la formación de los conocimientos no sólo está en juego la percepción, sino que se añade a ella, como otro origen necesario, la acción y sus coordinaciones, lo cual equivale a decir la inteligencia, pues bajo esa palabra —un tanto vaga y bastante peligrosa— debemos comprender precisamente el funcionamiento de los sistemas operatorios salidos de la acción (y que son, principalmente, los sistemas de «grupos», de «re-des» o «retículos» y otras importantes estructuras lógico-matemáticas). Ahora bien, si recíprocamente la acción y la inteligencia transforman la percepción, y ésta, en lugar de ser autónoma, es estructurada cada vez de forma más estrecha por el esquematismo preoperatorio y operatorio, la hipótesis del origen sensorial de los conocimientos debe considerarse no solamente como incompleta (tal como habíamos visto en los apartados 2 y 3), sino incluso como falsa en el mismo campo perceptivo; y esto en la medida en que la percepción como tal no se reduce a una lectura de los datos sensoriales, sino que consiste en una organización que prefigura la inteligencia y que cada vez está más influida por los progresos de esta última.

Dicho esto, el problema final y fundamental que nos queda por discutir puede enunciarse como sigue. ¿Consiste la percepción en una simple lectura de los datos sensoriales, o en actividades que prefiguran las operaciones intelectuales y que en cada nivel siguen estando vinculadas a ellas? Más precisamente: ¿existe primero un estadio de simple registro sensorial (más o menos pasivo) y solamente en segundo tugar un nivel de coordinaciones lógico-matemáticas, o bien intervienen desde el principio un conjunto de coordinaciones lógico-matemáticas en el seno mismo de la percepción?

Todo lo que actualmente sabemos habla en favor de esta segunda solución, pero todavía no es posible demostrar su generalidad completa. De lo que ya estamos seguros es de que las percepciones del espacio, del tiempo, de la velocidad, de la causalidad (movimiento transitivo), etc., consisten en actividades mucho más complejas que simples lecturas y dan testimonio de una organización pre-lógica o pre-inferencial, de tal manera que estas actividades prefiguran en cierto sentido las de la propia inteligencia.

Los tres ejemplos que vamos a dar ahora nos retrotraen a los problemas de las relaciones entre la percepción y la noción (al igual que en el apartado 3), pero desde un punto de vista nuevo. Ahora ya no se trata de demostrar que la noción no procede, sin más, de la percepción correspondiente, sino de hacer ver que la percepción misma se organiza de una forma que bosqueja la organización de la noción. Y no se nos diga que se trata de un retorno disimulado a una filiación de la noción a partir de la percepción: en la medida en que existe filiación ésta se da entre la noción y el esquematismo sensomotor en general, y lo que se trata de demostrar es que este mismo esquematismo juega ya un papel en la organización de las percepciones al añadirse de este modo al dato sensorial que el citado esquematismo permite asimilar y elaborar desde el mismo momento de la percepción.

Nuestro primer ejemplo será el de la velocidad. Primero trataremos de caracterizar su naturaleza nocional para abordar luego sus aspectos perceptivos. Es sabido que en la mecánica clásica la velocidad es presentada como una relación entre el espacio recorrido y la duración, lo cual obliga a pensar que éstos corresponden a intuiciones simples y directas. Por el contrario, en la mecánica relativista, la velocidad, aunque conserva su forma de relación, es más elemental que el tiempo, puesto que comporta un máximum y el tiempo es relativo a ella. A. Einstein tuvo a bien en cierta ocasión aconsejarnos que examináramos la cuestión desde el punto de vista psicológico y que investigásemos si existía o no una intuición de la velocidad independiente del tiempo. A esta cuestión se añade otro aspecto interesante en el sentido de que la física, incluso la relativista, siempre se ha resignado a admitir una especie de círculo vicioso (sobre el cual ha insistido profundamente G. Juvet, entre otros): se define la velocidad utilizando el tiempo, pero el tiempo sólo se mide recurriendo a velocidades. Teniendo esto en cuenta, pusimos manos a la obra y llegamos a la conclusión de que si bien las nociones temporales son efectivamente muy complejas y de completitud tardía, en cualquier edad existe una situación privilegiada que da lugar a una intuición de la velocidad independiente de la duración (aunque, naturalmente, no del orden de sucesión temporal). Tal es la noción de «adelantamiento», que se constituye en función de relaciones simplemente ordinales (si A empieza precediendo a B en una misma trayectoria y luego es B la que va en primer lugar, B tiene una velocidad superior a A). Es interesante señalar a este respecto que un físico y un matemático, franceses ambos, J. Abelé y P. Malvaux, deseosos de refundir las nociones fundamentales de la teoría de la relatividad evitando el círculo vicioso de la velocidad y el tiempo, han utilizado nuestros resultados psicológicos para construir una noción física de la velocidad a partir del rebasamiento o adelantamiento. Obtuvieron así un teorema de adición de las velocidades asociando el adelantamiento ordinal a una ley logarítmica y a un grupo abeliano y extrayendo de ello a la vez el grupo de Lorentz, la ley de isotropía y la existencia de un máximum.

Una vez recordado esto, tiene igualmente un gran interés investigar si la misma percepción de la velocidad obedece a la relación v = e: í o si se deriva también de consideraciones ordinales relativas al adelantamiento. Creemos que todavía es pronto para sacar conclusiones de las investigaciones que estamos realizando con Y. Feller y E. McNear, pero a pesar de ello nos parece haber puesto ya en evidencia en varias situaciones el papel del adelantamiento, en tanto que factor propiamente perceptivo. Sea, por ejemplo, una trayectoria rectilínea cuya mitad (tanto da que se trate de la primera mitad como de la segunda o del espacio comprendido entre ¼ y ¾) está provista de nueve barras verticales por detrás de las cuales pasa el móvil: el 70-80 % de los sujetos tienen en este caso la impresión de una aceleración del movimiento en la parte entrecortada con respecto a la parte libre. Pues bien, aquí no se trata de una relación entre la velocidad, el tiempo y el espacio «fenoménicos», es decir, evaluados perceptivamente, según el esquema de Brown: al interrogar a los sujetos sobre las duraciones aparentes, los espacios aparentes y las velocidades percibidas, hallamos en el adulto aproximadamente un 50 % de respuestas no coherentes desde el punto de vista de v = e:í, y en el niño todavía más. La explicación que parece imponerse es que el movimiento por el que la mirada sigue al móvil se halla constantemente obstaculizado en la parte entrecortada por fijaciones momentáneas en las barras, lo cual implica un adelantamiento del móvil con respecto a los movimientos de la mirada y una impresión de mayor velocidad. Desde luego el problema es más complejo cuando la mirada está inmóvil y la velocidad localizada en el interior de un campo visual que no se desplaza con el móvil; pero en este caso queda por establecer una relación entre la velocidad del móvil exterior y el de la excitación o extinción de las persistencias retinianas en el propio campo visual.

Un segundo ejemplo será el de la «percepción de causalidad». Siguiendo a los «gestaltistas» Duncker y Metzger, los cuales sostenían que experimentamos una impresión causal de naturaleza perceptiva en presencia de determinadas secuencias, tales como el movimiento transitivo, A. Michotte replanteó el problema por medio de interesantísimas experiencias, que pronto se hicieron clásicas. Cuando un rectángulo negro A se desplaza en dirección a un rectángulo rojo B, inmóvil, y, después del impacto, los dos continúan moviéndose unidos uno al otro a la velocidad inicial de A, se tiene la impresión de que estamos ante dos sólidos, el primero de los cuales «arrastra» y empuja al otro. Si A se para después del impacto y B se pone en movimiento a una velocidad igual o inferior a la que tenía A, tenemos la impresión de que se trata de un «lanzamiento» de B por A como consecuencia de un choque, etc. Si la velocidad de B después del impacto es superior a la que tenía A antes del impacto, tenemos en cambio la impresión de un «disparo». Si se produce una inmovilización bastante larga de los móviles después del impacto, el movimiento ulterior de B parece independiente y no causalmente subordinado al de A, etc. De estas diversas impresiones, que indiscutiblemente son perceptivas, Michotte saca la conclusión de que la «noción» de causa es abstraída de tales percepciones. Pero, aun rindiendo homenaje a las experiencias de Michotte, uno ha de sentirse sorprendido por el hecho de que las impresiones de «choque», de «empuje» que tenemos en presencia de estos cuadros visuales sean de origen táctilo-cinestésico y hayan sido trasplantadas a las claves visuales por una especie de asimilación perceptiva (recíprocamente puede mostrarse la existencia de trasposiciones de lo visual a lo táctilo-cinestésico en determinadas impresiones de causalidad táctil: cf. la manera como, bajo la influencia de la visión, se localiza al final del bastón y no en la mano la impresión táctil del contacto entre el bastón y la acera). De esta primera observación resulta que la impresión causal perceptiva tiene indudablemente sus orígenes en toda la acción y no sólo en una «Gestalt» visual. Pero además es fácil probar que esta causalidad perceptiva lleva ya consigo una cierta forma de composición por compensación que prefigura la causalidad operatoria: si el movimiento del agente A parece producir causalmente el del paciente B, es que hay compensación aproximada entre, de una parte, el movimiento perdido por A, así como el choque o empuje atribuidos a A y, de otra parte, el movimiento ganado por B, así como su resistencia aparente. Por ejemplo, presentado el dispositivo de Michotte verticalmente y no horizontalmente, hemos observado con Lambercier una apreciable modificación de los efectos aparentes, puesto que de esta manera varía la impresión de «resistencia». Resumiendo: en la medida en que existe una causalidad perceptiva, esta misma se halla en función de las anteriores acciones del sujeto y presenta ya un modo de composición que prefigura con la forma de un grosero bosquejo la composición operatoria.

Finalmente —y éste será nuestro tercer ejemplo— se trata de mostrar que en el campo perceptivo intervienen también algo así como «pre-inferencias» que, sin alcanzar la necesidad deductiva propia de las inferencias operatorias o lógicas, dan igualmente un bosquejo de estas últimas. En experimentos realizados con A. Morf presentamos a niños de diferentes edades grupos de cuatro fichas o más pidiéndoles que, en el transcurso de una breve presentación perceptiva, den su opinión sobre si dichos conjuntos son iguales o no. Luego presentamos nuevamente las mismas figuras (por ejemplo, una fila de cuatro fichas muy juntas y otra con las fichas más espaciadas), pero uniendo biunívocamente los elementos de una con los de la otra por medio de trazos continuos o acotando dichos trazos de diversas maneras. Se observa entonces, naturalmente, una notable mejora en la percepción de las igualdades manteniendo la misma duración de la presentación, pero el interés de estas modificaciones reside en que dependen del nivel de los esquemas de acciones o de operaciones del sujeto. Dicho con otras palabras: para percibir las correspondencias hay que saber construirlas de otras maneras, pues en caso contrario los trazos que unen las fichas no tienen significación ni mejoran la percepción de la igualdad de los dos conjuntos. La mejora en dicha percepción, cuando se da, obedece a una «pre-inferencia» y no a un simple efecto inmediato que se apoye en el significado de los trazos de correspondencia.

Así pues, de los resultados precedentes podemos sacar dos conclusiones. Por una parte, los conocimientos no proceden nunca exclusivamente de la sensación o de la percepción, sino también de los esquemas de acciones o de los esquemas operatorios, que son, tanto unos como otros, irreductibles a la percepción sin más. Por otra parte, la percepción misma no consiste en una simple lectura de los datos sensoriales, sino que implica una organización activa en la que intervienen decisiones y pre-inferencias y que se debe a la influencia sobre la percepción como tal del esquematismo de las acciones o de las operaciones.

No es exagerado, por tanto, tratar de «mítica», como lo hace un tanto irreverentemente el título de este estudio, la opinión clásica y ciertamente simplista según la cual todos nuestros conocimientos, o como mínimo nuestros conocimientos experimentales, tendrían un origen sensorial. El vicio fundamental de una tal interpretación empirista es olvidar la actividad del sujeto. Y esto cuando toda la historia de la física, la más avanzada de las disciplinas fundadas en la experiencia, está ahí para demostrarnos que la experiencia nunca basta por sí sola y que el progreso de los conocimientos es obra de una indisoluble unión entre la experiencia y la deducción. O, dicho de otro modo, obra de la necesaria colaboración entre los datos ofrecidos por el objeto y las acciones u operaciones del sujeto; acciones u operaciones, estas últimas, que constituyen el marco lógico-matemático fuera del cual el sujeto no llega nunca a asimilar intelectualmente los objetos. Incluso en ciencias tan poco evolucionadas (en comparación con la física) y tan puramente «empíricas» en apariencia como la zoología y la botánica sistemáticas, la actividad clasificatoria (y, por consiguiente, lógico-matemática) del sujeto sigue siendo indispensable para asegurar una lectura objetiva de los datos de hecho, y si el sistematizador hubiera tenido que atenerse sola-mente a las impresiones sensoriales, jamás hubiese construido el Systema naturae de Linneo. Así pues, en cada una de sus manifestaciones el conocimiento científico refleja la inteligencia humana que, por su naturaleza operatoria, procede de la acción completa; y es mutilar el carácter de construcción indefinidamente fecunda que presentan este conocimiento, esta inteligencia y esta acción, el querer reducir el primero al papel pasivo de simple registro con que el conocimiento tendría que contentarse en la hipótesis de su origen sensorial.


Para conocer el trasfondo filosófico que subyace a la conformación de la Psicología como disciplina independiente consulta el articulo: Critica al positivismo metodológico en el siguiente enlace:

http://www.unacar.mx/contenido/difusion/acalan47pdf/contenido.pdf

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Ficha bibliográfica del articulo:

Aguilar Pérez Martha Gpe.; Ortega Pérez, José Ramiro. Crítica al positivismo metodológico. en Revista Acalán No. 47. Universidad Autónoma del Carmen. México.(pp. 13- 17)

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